Ceremonia Nick Cave: el predicador en la cornisa

Por Jorge Velázquez

La ceremonia comienza apenas Nick Cave pisa el escenario.Se para en el centro de la tarima, justo en el punto más alto, y mira la multitud que se congregó para escucharlo. Extiende los brazos, cierra los ojos y busca concentración, como un clavadista que prepara su salto desde un acantilado. Y luego, simplemente avanza hasta el borde del tablado y se zambulle entre cientos de manos extendidas que lo esperan.

En esa cornisa comienza el concierto. Y es ahí donde sucederá todo durante las siguientes dos horas y media de show en el estadio cubierto de Argentinos Juniors.





Hace mucho que Nick Cave dejó de ser simplemente un músico. Es algo más que eso. Es un predicador que cada tanto renueva el vínculo con sus fieles, como hizo en la noche del miércoles durante su presentación en Buenos Aires. Y si bien la comunión llega a todos los rincones del estadio, Cave la dirige desde esa cornisa, ese borde donde juega todo el tiempo al límite del equilibrio, tanto físico como emocional.
 
Camina a centímetros de los ojos de sus fieles. Los brazos se extienden para tocarlo, como si buscaran algún tipo de cura o redención. El se encorva como un animal extraño para acercarse a cantar en sus oídos.

Cuando parece que va a caerse hacia adelante, los fieles lo sostienen. Lo sostenemos. Y Cave sigue caminando en el borde, recorriendo la cornisa de punta a punta, repartiendo su bendición. 
 
Hay una lista de canciones que todos saben de memoria. Son letras que en su mayoría hablan del costado oscuro de la vida. Y es allí donde el predicador/autor nacido en Australia opera su milagro cotidiano, arrancando belleza de la oscuridad. Como la vida misma que describe, muchos de sus temas pasan del reposo al estallido en apenas segundos.

Empieza con "Jesus Alone", una canción del disco que terminó de grabar pocos meses después de la muerte de su hijo adolescente Arthur en 2015, en la ciudad inglesa de Brighton donde está radicado. "Con mi voz, te estoy llamando", repite el estribillo, que convoca y también conjura las imágenes que cada uno quiera representar.

Desde ese inicio a pura lágrima, Cave fue manejando los climas como si el concierto fuera una única y extensa canción, con esos picos de melancolía y violencia que caracterizan su propuesta artística.
 
 
 
El orden y los nombres de las canciones importó menos que el contenido. Muy pronto lanzó por el aire los papeles con partituras y lista de temas. El éxtasis de energía llegó con "From her to eternity", "Red right hand", "Stagger Lee", "The Mercy Seat" y "Tupelo", entre otros. Cave no sólo los canta, también los interpreta con el cuerpo. Salta, danza, se arrodilla, se retuerce. Se levanta y anda.

Cada tanto un remanso, como el único momento en que se mantuvo sentado al piano para cantar "Into my arms", balada que bien puede ser canción de cuna o declaración de amor. O ambas cosas. 
 
A todo esto quizás sea necesario aclarar que Cave estuvo acompañado por su histórica banda The Bad Seeds, aunque sus miembros ya no sean los originales, excepto el baterista alemán Thomas Wydler. Martin Casey, en el bajo; Jim Sclavunos, en percusión; James Johnston, en guitarras, y el multinstrumentista y arreglador Warren Ellis (el único que recibió ovación, además de Cave) en todo lo demás.

Desde un segundo plano, inevitablemente, la banda ejerce a la perfección su tarea. Hace sonar cada tema como si se hubiera editado ayer. Y pone en su faena tanta energía como la que exuda su propio líder desde la cornisa. El único momento en que Cave abandona la cornisa es para entregarse completamente a sus fieles. Para dejarse caer entre ellos, abrazarse y recorrer las gradas de los costados mientras, micrófono en mano, no dejaba de cantar su clásico "The weeping song".

Si algo faltaba para completar el rito, llegó hacia el final, cuando hizo subir a un grupo al escenario para cantar a coro. Cave los abrazó, los tomó de la mano y les cantó a los ojos. Varios de los elegidos no pudieron contener la emoción y el llanto. 
 
La única vez que Cave había estado en Buenos Aires fue en noviembre de 1996, cuando hizo tres conciertos menos masivos que el actual. Pasaron 22 años desde esa visita de la cual, entre otras cosas, se llevó una imagen de Jesús tallada en mármol que lo acompañó en sus giras. 
 
Su vínculo con la religión es estrecho. Tan estrecho y a la vez vasto como la cornisa desde la que predica su credo a los fieles de todo el mundo. 
 
 (Nota publicada originalmente en la sección Cultura del diario Ambito Financiero el 12/10/2018)

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